Rufus y la ley que todavía falta
En estos días he leído, escuchado y visto muchas cosas sobre Rufus, el perro asesinado a machetazos en Empalme Olmos. Hay crónicas de barrio, testimonios desgarrados, indignación en las redes, comunicados de colectivos animalistas. En medio de todo eso uno podría caer en la tentación de considerar el episodio como “otro caso más”, desgraciado pero aislado, de esos que se comentan un par de días y después se archivan. Sin embargo, Rufus no se deja archivar tan fácil.
Tal vez sea porque la escena es demasiado gráfica, casi insoportable. Un perro de familia, conocido por todos, atacado a machetazos por un vecino. Una casa convertida en escenario de horror, sangre en el piso, niños mirando atónitos algo que nunca deberían ver. Hay algo de ruptura profunda en ese gesto, algo que toca fibras muy hondas en cualquiera que haya convivido con un animal, pero también en quien entiende que la violencia tiene escalas, pero no compartimentos estancos.
No escribo estas líneas para hacer leña del árbol caído ni para sumar adjetivos a una condena que, por suerte, ya es unánime. Lo que me interesa es detenerme en ese punto en que la emoción colectiva se encuentra con la frialdad de las normas. Porque detrás de cada “justicia por Rufus” que se multiplica en los muros digitales, aparece inevitable la pregunta de qué puede hacer realmente el sistema penal frente a algo así. Y ahí es donde las respuestas empiezan a aflojarse.
Hace unos meses presenté en el Parlamento un proyecto de ley que se llama Prevención de la violencia y crueldad animal. Lo hice antes de que el nombre de Rufus apareciera en ningún titular. El proyecto no fue pensado para un caso en particular, sino para una realidad que se venía acumulando en silencio, entre videos de maltrato, historias que corrían por WhatsApp y expedientes que muchas veces terminaban en sanciones que no guardaban proporción con la brutalidad relatada.
Lo que he visto en la reacción a este caso confirma una intuición que ya tenía cuando firmé esa carpeta. La sociedad dio hace rato un paso ético muy claro respecto del trato a los animales. Lo que todavía no dimos con la misma claridad es el paso normativo. Hay un desfasaje entre lo que sentimos que está mal y lo que el derecho castiga con firmeza. Ese desfasaje se percibe con nitidez cada vez que un caso como el de Rufus golpea la puerta.
El proyecto que está a estudio en Diputados intenta achicar esa distancia. Propone penas de hasta tres años de penitenciaría para quien lastime, torture o mate de forma intencional a un animal doméstico, callejero o perteneciente a una especie protegida. Plantea agravantes cuando la agresión se comete frente a niños o personas vulnerables, cuando se usan armas, cuando el daño al animal se utiliza como amenaza en contextos de violencia doméstica o cuando se exhibe la crueldad en redes como si fuera trofeo.
No se trata de redactar una poesía de buenas intenciones, sino de trazar con precisión la línea que separa el descuido, la negligencia o la ignorancia de la verdadera crueldad. Podemos equivocarnos en alguna palabra, ajustar tecnicismos, incorporar sugerencias de especialistas, y de hecho ya lo hemos hecho escuchando a organizaciones animalistas. Pero lo que no podemos es seguir fingiendo que el marco actual alcanza, cuando la realidad nos grita lo contrario.
Algunos se preguntan si no es exagerado hablar de cárcel por hechos como estos. Yo les respondería que lo exagerado es naturalizar la tortura o el asesinato de un animal como si fuera apenas un “exceso de enojo”. Cuando alguien toma un machete, un palo o un arma para hacer sufrir a un ser vivo indefenso, se está cruzando un límite que no tiene nada de pequeño. Ese gesto dice algo de cómo se concibe la vida, la vulnerabilidad ajena, el poder sobre el otro, aunque ese otro no hable nuestro idioma ni figure en el Registro Civil.
En la información que ha circulado estos días hay un elemento que se repite en casi todas las notas y comentarios. La gente no solo quiere que el responsable sea procesado, también quiere que el mensaje cambie. Lo que está en juego no es únicamente el final de un expediente, sino el tipo de sociedad que decimos ser. Si frente a una atrocidad así el resultado es una sanción simbólica, la sensación que queda es que la crueldad tiene descuento, que duele, indigna, pero no cuesta demasiado.
No hablo de venganza. Hablaría, más bien, de coherencia. Si sostenemos que la violencia es un problema grave, si nos preocupa la escalada de agresiones en la vida cotidiana, no podemos mirar para el costado cuando la víctima es un animal. Varios estudios en otros países muestran que no es raro encontrar conexiones entre maltrato animal y violencia posterior contra personas. No hace falta convertir cualquier episodio en diagnóstico clínico, pero sí entender que ahí hay una señal que el Estado no debería desoír.
También he visto en estos días el esfuerzo de colectivos y vecinos por que el nombre de Rufus no quede reducido a una anécdota triste. Organizan marchas, juntan firmas, escriben cartas, dan testimonio aun cuando les cueste revivir la escena. En esa insistencia hay algo muy valioso, que conviene cuidar. Son ciudadanos diciéndonos, a quienes hacemos las leyes, que el umbral de tolerancia social cambió y que nos toca estar a la altura. No se conforman con indignarse dos días. Piden cambios concretos.
En paralelo, en el ámbito político y judicial se abren otras discusiones. Cómo tipificar, qué pena es razonable, qué herramientas ya existen y cuáles habría que crear. Es lógico que haya matices y que se analice con cuidado. Lo que sería un error es que el debate técnico termine tapando la claridad moral que la gente muestra en la calle y en las redes. Cuando hay unanimidad social tan evidente, procrastinar también es una forma de decisión.
No escribo estas líneas para aprovechar mediáticamente una tragedia. De hecho, ojalá este proyecto nunca hubiera necesitado del nombre de un perro para ganar urgencia. Pero sería aún más triste que, después de todo lo que se ha dicho y sentido en estos días, volvamos al punto inicial sin haber avanzado un paso. Que Rufus quede solo como un recuerdo doloroso en Empalme Olmos, y no como el caso que nos obligó a cambiar la forma en que el país entiende y castiga la crueldad.
La política no puede devolverle la vida a un animal ni borrar la imagen de una casa manchada de sangre. Lo que sí puede, y debe, es evitar que el mensaje institucional sea ambiguo. Cuando un niño pregunta cómo pudo pasar algo así y qué va a hacer la justicia, la respuesta no puede ser un balbuceo. La respuesta tiene que tener la firmeza suficiente como para que ese niño entienda que, al menos en esto, los adultos nos tomamos en serio lo que decimos.
Si algo dejan claro las imágenes, los relatos y la reacción social es que no estamos frente a un tema menor ni ante una moda pasajera. Hay una sensibilidad compartida que cruzó una frontera. Ahora, la pelota está en la cancha del Parlamento. Y sería un acto de mínima decencia que no la dejáramos picando durante años, mientras esperamos al próximo Rufus para volver a conmovernos.
Comentarios
Deja tu comentario