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Frente a las costas del Atlántico sur, donde el rumor del mar suele confundirse con los cantos de las ballenas, hoy resuena otro pulso. Cada ocho segundos, una detonación invisible sacude el fondo oceánico, como un eco metálico que perfora el silencio azul. No es guerra, aunque sus víctimas también tienen nombre y especie.

Los llamados estudios sísmicos marinos —instrumento predilecto de la industria petrolera— se extienden frente a las costas uruguayas en busca de hidrocarburos. Cañones de aire comprimido emiten potentes impulsos acústicos que atraviesan kilómetros de agua y roca, generando imágenes del subsuelo marino. Detrás de ese sofisticado método geofísico se esconde una violencia casi invisible: una agresión sonora que convierte el océano en un campo de ondas y heridas.

“Estas señales son breves pero extremadamente intensas, como explosiones que se repiten cada pocos segundos, durante semanas o meses”, explica el investigador Javier Sánchez Tellechea, quien desde la bioacústica estudia los efectos del ruido submarino sobre la fauna marina.

El océano que escucha

Los cetáceos —ballenas, delfines y cachalotes— no solo habitan el mar: lo escuchan. Su mundo está hecho de sonido. En la oscuridad de las profundidades, el oído es su brújula y su lenguaje. Cada llamada, cada canto, es una coordenada de vida, una forma de amor o de advertencia.

Pero las explosiones sísmicas interfieren en ese diálogo milenario. Los cañones de aire liberan impulsos de más de 230 decibeles, una presión sonora que superaría con creces el despegue de un avión. Las ondas se propagan a través del agua y recorren cientos o miles de kilómetros.

Tellechea advierte que los efectos son múltiples: ruptura de tímpanos, hemorragias internas, daños neurológicos y desorientación. Otros estudios muestran cómo los mamíferos marinos alteran sus cantos o abandonan zonas de alimentación y cría.

En Uruguay, el mar de Rocha y Maldonado es un corredor vital para la ballena franca austral, la jorobada y varias especies de delfines costeros, entre ellos la franciscana, una de las más amenazadas del Atlántico sur. Todos dependen de un lenguaje que ahora se ve ahogado por un ruido que no les pertenece.

El mar que calla

La contaminación acústica no afecta solo a los grandes cetáceos. Peces, invertebrados y plancton —la base misma de la cadena alimenticia— también sufren las ondas sísmicas.

Investigaciones citadas por Tellechea muestran que especies comerciales como la merluza, la pescadilla o la corvina alteran su comportamiento reproductivo bajo la influencia del ruido. Algunas dejan de desovar, otras se alejan de sus zonas tradicionales. Incluso se ha observado mortalidad masiva de plancton a más de un kilómetro de las detonaciones.

El impacto, invisible a simple vista, podría traducirse en menores capturas, pérdida de biodiversidad y desequilibrios ecológicos. Lo que empieza como una vibración en las profundidades termina resonando en los puertos, las redes y los mercados.

La disyuntiva del oro negro

¿Hasta qué punto Uruguay está dispuesto a perforar su propio mar en nombre del desarrollo energético? La pregunta no es técnica, sino ética.

Los defensores de las prospecciones aseguran que el país necesita explorar su plataforma continental para conocer sus recursos y garantizar soberanía. Los críticos, entre ellos buena parte de la comunidad científica, sostienen que los riesgos ambientales superan cualquier eventual beneficio económico.

Existen alternativas más limpias —como los métodos electromagnéticos, la gravimetría o la teledetección satelital—, pero son más costosas y menos rentables a corto plazo. El dilema, una vez más, no es de tecnología, sino de prioridades.

Escuchar antes de actuar

Tellechea lo resume con una advertencia simple y contundente:

“Si realmente se aspira a conservar y proteger, quizás la clave esté en conocer primero. Investigar las áreas de nuestro mar, comprender su dinámica y su biodiversidad, y solo entonces decidir si vale la pena intervenir”.

En tiempos donde los océanos pierden su voz bajo el peso del progreso, Uruguay enfrenta una decisión silenciosa pero trascendental: elegir entre el ruido del petróleo o el canto de las ballenas.

Porque el verdadero oro no está en el subsuelo, sino en el sonido que aún resiste entre las olas.
Un sonido que pide, más que nunca, ser escuchado.

Escribe Robert Santurio: En base a un informe publicado en La Diaria. Escribe Javier Sánchez Tellechea, biólogo especializado en bioacústica e investigador del Instituto de Ciencias Oceánicas de la Universidad de la República.

Autor: ROCHAALDIA.COM