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En la política, lo sabemos, las palabras suelen perder su sentido antes que los hechos su decoro. En los últimos días, dirigentes del oficialismo y hasta la propia JUTEP han ensayado justificar lo injustificable. Han querido hacernos creer que el voto del Senado a la venia del doctor Álvaro Danza equivale a un aval tácito a su designación al frente de ASSE, a pesar de sus notorios vínculos con el sector privado de la salud. El argumento es débil y, lo que es peor, una alarmante distorsión institucional.

Digámoslo con claridad. Votar una venia no significa designar un cargo. En la República, los procedimientos existen para establecer una distancia nítida entre la autorización política y la decisión ejecutiva. El Senado no nombra, solo habilita. Evalúa la idoneidad y concede al Poder Ejecutivo la potestad de la designación. Las incompatibilidades, lo esencial, comienzan a regir desde la asunción del cargo; nunca antes, nunca después, y menos cuando la conveniencia lo dicta.

La práctica es tan antigua como la Constitución misma. Cuando el Parlamento votó al doctor Juan Miguel Petit para la Institución Nacional de Derechos Humanos, todos sabían que renunciaría a su cargo de Comisionado Parlamentario antes de asumir. Nadie lo verificó, porque la responsabilidad es individual. La República descansa en la palabra empeñada y en la ética de quien la ejerce, no en el control minucioso de cada gesto.

Lo mismo ocurre con los parlamentarios proclamados por la Corte Electoral. Muchos son funcionarios públicos al momento de su proclamación y renuncian recién antes de asumir. El sistema confía en la responsabilidad personal. Es un principio de fe cívica que se erosiona cada vez que alguien busca justificar una irregularidad.

Por eso resulta impropio y peligroso usar el voto parlamentario como coartada moral. Si se acepta ese razonamiento, cualquier designación podrá encubrir conflictos de interés bajo el manto de una formalidad. Y entonces la República quedará reducida a un trámite sin contenido.

El caso Danza trasciende al propio Danza. Su dimensión reside en la peligrosa confusión entre lo legal y lo ético. Cumplir la ley es, apenas, una obligación; honrarla con la conducta, eso sí, es un deber cívico. Quienes hicieron de la transparencia su estandarte, hoy la utilizan como refugio.

Voté la venia porque correspondía hacerlo dentro del marco institucional. No acepto que se tergiverse su sentido ni que se utilice el procedimiento para legitimar lo que la ética debería impedir. Las instituciones no se degradan de golpe, se deterioran lentamente cuando se justifican las irregularidades con argumentos cómodos.

Cuando la excusa reemplaza al fundamento, lo que se erosiona no es un trámite, es el tejido de la confianza pública. Sin esa confianza, la República se vuelve apenas una cáscara institucional sin contenido. No hay decreto ni discurso hábil que pueda devolverla cuando se ha perdido. Solo queda el vacío que se instala cuando las instituciones dejan de creer en sí mismas.