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El sistema político uruguayo se destaca por su férreo e inquebrantable compromiso con la democracia liberal que nos permite abrigar una posición de vanguardia y de orgullo en el apego a los derechos humanos y a la democracia en América Latina y en el mundo. Sin embargo, no le resulta fácil al sistema político poner las miradas y aunar esfuerzos, más allá de cada ciclo electoral, en aquellas áreas claves para el desarrollo del país que se plasmen en mejoras significativas y sostenidas en las condiciones de vida de la población. Ciertamente se verifican avances en políticas de estado a lo largo de las diferentes administraciones de gobierno desde 1985 a la fecha, pero las mismas no han sido del calado necesario como para lograr una sociedad integrada sobre bases firmes de inclusión, cohesión, convivencia y justicia social.

Quizás nos ha faltado visión de conjunto, conducción unitaria, marcos compactos y flexibles de gobernanza, contenidos programáticos robustos y transversales, y voluntad política y técnica de direccionar los recursos de acuerdo con las prioridades establecidas. Un buen ejemplo es la forma en que el sistema político y administraciones de gobierno de diferentes partidos políticos, conciben la Ley de Presupuesto Nacional. No se le visualiza primaria y claramente como un instrumento de fortalecimiento de las políticas públicas en su globalidad y especificidad, sino más bien como un intento de ordenar, de acuerdo a definiciones programáticas genéricas, la sumatoria de demandas de múltiples dependencias del estado que se apilan sin que necesariamente exista coherencia conceptual y mecanismos de coordinación entre las mismas.

El enfoque predominante es incremental, esto es, se prefiere crear, por ejemplo, dependencias, unidades, agencias y comisiones – un sin número de siglas - sin necesariamente tocar lo existente y que conlleva a una mayor fragmentación de la acción del estado, a la duplicación y superposición de roles y funciones, y a un desdibujamiento de las prioridades sobre las cuales se asienta el núcleo duro de las políticas públicas. Como no se puede dar respuesta a la miríada de demandas planteadas, el sistema político se enfrasca en una toma y daca, de reasignar los recursos de una unidad a otro sin contar con un marco programático potente y basado en evidencia. Las negociaciones presupuestales no reflejan claramente discusiones y desarrollos programáticos potentes, realizables y con miradas de largo aliento.

En efecto, una de las mayores debilidades de la discusión y la toma de decisión sobre las políticas públicas yace en la falta de una cultura de la evidencia que sea apropiada y exigida por el sistema político. Entendemos por cultura de la evidencia un conjunto articulado y vinculante de ideas, contenidos, metodologías, recursos e impactos que confieren legitimidad y sostenibilidad a las políticas públicas. Veamos cinco puntas posibles, entre muchas otras relevantes, de una cultura de la evidencia.

En primer lugar, nos referimos a la evidencia conceptual que se nutre de las ideas fuerza que viene a ser la brújula de las políticas públicas. Las ideas fuerza constituyen el basamento sobre el cual se comparte una visión común entre las diversas unidades del estado acerca de los imaginarios de sociedad perseguidos. Si, por ejemplo, se buscan transversalizar los enfoques de género e inclusión, se trata primeramente de desarrollar y compartir un entendimiento comprehensivo sobre su noción e implicancias. Muchas veces se obvia la discusión y el acuerdo conceptual, y simplemente se enumeran actividades – típicamente talleres - que darían cuenta de que se está alineado con los enfoques de género e inclusión.

Mas aún y globalmente, si un objetivo medular de las políticas públicas es coadyuvar a un desarrollo y a un crecimiento sostenible que permita mantener y profundizar la amplia red de desarrollo y protección social que singulariza al Uruguay como un país con sensibilidad de estado social, es necesario hurgar en las ideas fuerza que confieren sentido y contenido al desarrollo y crecimiento anhelado. Las visiones sobre el desarrollo, máxime en un mundo y un planeta crecientemente insostenible e inhabitable, no derivan primeramente de establecer una meta de crecimiento, idear y/o ajustar marcos normativos e instrumentos, y de direccionar recursos, sino como se engarza el desarrollo con el imaginario de sociedad perseguidos, y sobre que valores y principios se asienta. No es lo mismo una visión de desarrollo que se circunscribe a mejorar la excelencia de los recursos humanos y la competitividad que una que incluya, a la vez, la justicia social, la equidad y la inclusión como principios orientadores.

En segundo lugar, aludimos a la necesidad de fortalecer el volumen programático de las políticas públicas y en particular, la articulación entre los fundamentos de las políticas, sus propósitos y contenidos, las metas con base en estrategias para su consecución, los recursos alienados a las prioridades programáticas y los impactos esperados. Los programas no pueden ser una expresión de buenas intenciones, y de enumeración de objetivos y metas, sin una teoría del cambio y con vagas menciones a los cómo. Por ejemplo, como se puede plantear un cambio educativo de gran envergadura, orientado a incidir en los contenidos y en las maneras de enseñar, aprender y evaluar, sin una teoría del cambio que explicite diversas maneras de involucrar y comprometer a instituciones y actores con los procesos de cambio, desde su gestación a la concreción.

En tercer lugar, sugerimos poner el foco en la triangulación de metodologías con el doble objetivo de mejor comprender los fenómenos y las situaciones sobre las cuales se busca incidir desde la política pública, así como también de afinar el análisis e interpretación de tendencias y datos que permitan calibrar los impactos de las acciones implementadas. La triangulación metodológica no es dar un dato por válido para legitimar o descartar una iniciativa o un programa sino buscar comprender sus impactos desde diversidad de ángulos que contribuyan a tener una visión matizada y contextualizada de las acciones implementadas. La metodología, entendida en un sentido plural que triangula perspectivas, enfoques y datos, es la base insoslayable para que las políticas públicas puedan ser efectivamente evaluadas, y contribuir a establecer su pertinencia, aceptación, calidad y escalabilidad.

En cuarto lugar, se trata de argumentar que los recursos destinados a las políticas públicas no anteceden, sino que tendrían que estar alineados a la propuesta programática. Resulta necesario superar una visión determinista y hasta fatalista de presuponer que es una cuestión de dar más recursos en ausencia muchas veces de metas y de contenidos robustos. La fijación de metas con relación a la proporción de recursos destinados, por ejemplo, a combatir la infantilización de la pobreza, o a mejorar la calidad y equidad de la educación, o a fortalecer la inversión en ciencia y tecnología, con relación al PBI, son claramente indicativos de la voluntad política de poner el foco en áreas fundamentales para el desarrollo sostenible, justo e inclusivo de la sociedad. La fijación de metas tendría que sustentarse en una revisión profunda y transparente de las cajas negras de las políticas públicas en aras de mejorar la eficiencia y la calidad de la inversión y del gasto. Metas sustentadas en caja negras intocables pueden surtir efectos contrarios a los perseguidos.

En quinto lugar, una cultura comprehensiva y triangular de la evidencia tiene su sello identitario en calibrar los impactos de las políticas públicas. Frecuentemente se tiende a subsumir el supuesto impacto en enumerar actividades y resultados, en registrar las opiniones de las poblaciones objetivos o beneficiarias o en presentar fragmentos de evaluaciones – el dato que nos “sirve”. Si bien los registros de procesos y resultados, que dan cuenta del desarrollo de políticas públicas, constituyen un elemento necesario que contribuye a contextualizar la evaluación de impactos, se requiere evidenciar la ocurrencia o no de cambios significativos en las capacidades de las personas y comunidades, así como en sus condiciones de vida, bienestar y desarrollo.

Si, por ejemplo, se extiende el tiempo pedagógico en las escuelas como estrategia social, comunitaria, institucional y pedagógica, su impacto va a estar dado por mejores oportunidades para enseñar y aprender, por la calidad de las propuestas pedagógicas y su desarrollo, por el fortalecimiento de las vinculaciones entre escuelas, familias y comunidades, y esencialmente, por las mejoras de los aprendizajes en las alfabetizaciones fundacionales – lengua, ciencia y matemática. El impacto no puede quedar acotado y convalidado a la infraestructura, al equipamiento y a la cobertura del tiempo extendido en las escuelas.

Asimismo, se requiere de la confianza del sistema político, y de los actores involucrados en las políticas públicas, sobre que la evaluación de impactos sea realizada bajo reglas claras de reclutamiento, independencia técnica y pluralidad de los equipos, triangulación de perspectivas y transparencia. En tal sentido, se entiende que una oficina de evaluación de las políticas públicas podría localizarse en el parlamento como garante de independencia técnica y con el aval explícito de los partidos políticos. Lo entendemos como un avance en calidad democrática y en rendir cuentas a la ciudadanía.

En síntesis, la ausencia de larga data de una cultura de la evidencia, atenta contra la legitimidad y el desarrollo de las políticas públicas, y más aún se transforma en una valla infranqueable para que el país progrese en visiones de desarrollo y crecimiento que permitan sostener y ampliar las redes de desarrollo y protección social. El predominio de una lógica incremental de la inversión y del gasto público, que en los hechos supone renunciar a revisar los programas del estado – se invoca cada vez menos la reforma del estado, y a amputarse la posibilidad de reasignar recursos en función de las prioridades programáticas, puede llevar a naturalizar la ineficiencia y la ineficacia, y a bajos impactos en programas sociales de alta relevancia.

Alternativamente al estatus quo, consideramos que es posible avanzar en fortalecer una cultura de la evidencia que implique círculos virtuosos entre ideas fuerza de cambio, programas robustos, múltiples metodologías de análisis, alinear recursos a prioridades programáticas y calibrar impactos a través de mejoras tangibles en las capacidades y condiciones de vida de la población.

*Opertti es asesor en proyectos internacionales del Instituto de Educación de la Universidad ORT Uruguay